MERCANTILIZAR LA SED
El agua como negocio y caja política
POR JONATAN BALDIVIEZO Y MARÍA EVA KOUTSOVITIS JUN 28, 2020
En nuestro país, la evolución del saneamiento básico (infraestructura de agua potable y desagües cloacales) siempre ha dependido del devenir de los procesos políticos. Las epidemias de cólera, viruela, escarlatina y fiebre amarilla, que tuvieron lugar en 1867-1871, constituyeron enormes desafíos para el sanitarismo argentino. Así surgieron los primeros proyectos de saneamiento para la ciudad de Buenos Aires llevados a cabo por John Coghlan, primero, y el ingeniero Bateman, después, entre 1869-1880.
En 1880, las obras construidas (redes distribuidoras de agua potable, cloacas máximas y grandes conductos pluviales) daban cobertura a la cuarta parte de la ciudad. Durante un siglo, entre 1880 y 1980, la empresa nacional Obras Sanitarias de la Nación tuvo a su cargo la prestación de los servicios de agua y saneamiento en las principales ciudades de nuestro territorio. Entre 1947 y 1951, bajo la presidencia de Juan Domingo Perón, el programa de obras de infraestructura ubicó a la Argentina como pionera en la región en materia sanitaria. De la mano de la última dictadura cívico-militar llegarían el desfinanciamiento y el desguace del sistema sanitario, proceso que termina de consolidarse en la década del ’90 con la privatización del sector.
Desde entonces, el servicio público de agua y saneamiento en la ciudad de Buenos Aires se mantuvo privatizado hasta que, en 2006, se otorgó la concesión del servicio sanitario de la ciudad y parte del Conurbano bonaerense a la empresa AySA SA, cuyo capital pertenece en un 90% al Estado nacional y en un 10% a sus empleados.
Si bien como principio general AySA tiene la obligación de prestar los servicios de agua potable y desagües cloacales a todo inmueble comprendido dentro de las Áreas Servidas, su pliego de concesión, que en este aspecto no difiere del estipulado en la era privatista, establece que sólo serán considerados usuarios los propietarios, copropietarios, poseedores o tenedores de inmuebles que linden con calles o plazas reconocidas formalmente. Esta simple condición explica por qué 1 de cada 7 porteñas y porteños, quienes habitan en villas, asentamientos y barrios populares de la ciudad de Buenos Aires, allí donde las vías públicas de hecho no se encuentran declaradas legalmente, no acceden formalmente al servicio de agua y saneamiento cloacal.
En estos meses presenciamos cómo el gobierno de la ciudad de Buenos Aires ha pretendido desentenderse de la problemática sanitaria en las villas. Pero existe una cuestión insoslayable, el gobierno es el titular del servicio público y responsable de garantizar que sus ciudadanxs tengan garantizado el acceso al agua potable. Desde la autonomía alcanzada por la ciudad en adelante, hace ya más de un cuarto de siglo, una profusa cantidad de normas desde la Constitución hasta leyes particulares de reurbanización de villas establecieron que el garante último con relación al derecho humano al agua potable es la ciudad, con independencia de si el servicio está concesionado a una empresa pública, privada, cooperativa o decide gestionarlo de manera directa, y con independencia del cumplimiento adecuado o no de los pliegos de concesión.
Los indicadores de la desigualdad son un correlato directo de la política sanitaria profundamente discriminatoria aplicada en el distrito más rico de nuestro país: en las Comunas 4 y 8, situadas en el sur de la ciudad, donde 1 de cada 3 personas habita en una villa, la mortalidad infantil se duplica respecto a las Comunas del norte, y la esperanza de vida se reduce en más de 10 años.
Donde hay una necesidad, surge un negocio
Y una vez más, la gestión Macri-Larretista aprovechó la necesidad, no para reconocer derechos, sino para justificar y crear negocios. Apenas asumió Mauricio Macri como jefe de gobierno de la ciudad, se crearon nuevos organismos de intervención para las villas porteñas, como la Unidad de Gestión de Intervención Social (UGIS), la Secretaría de Hábitat e InclusiónI (SECH), o la Secretaría de Integración Social y Urbana (SISU), con competencias difusas y solapadas entre sí. La única explicación de semejante desorganización institucional fue repartir caja política entre distintos grupos que conformaban el naciente partido PRO. Estos se sumaron a las intervenciones de organismos creados en gestiones anteriores como el Instituto de Vivienda de la Ciudad y la Corporación Buenos Aires Sur S.E. De esta forma, comenzó la disputa por el control y el negocio del territorio.
Obras de infraestructura de baja calidad técnica que nunca se terminan y se ejecutaban varias veces, redes de agua y cloacas que no se conectan a ningún hogar, cañerías de agua que no transportan agua, cañerías cloacales que vuelcan a los pluviales de la ciudad o vuelcan en precarias cámaras que desbordan continuamente, son los resultados de esta parte del negocio de la obra pública. La ineficiencia y la corrupción se traducen en incontables miles de millones de pesos destinados a obras de infraestructura de agua potable y cloacas que a la fecha no han generado un solo usuario formal del servicio sanitario.
El negocio de la obra pública se cierra con el negocio de la emergencia perpetua, gestionada con empresas concesionadas que prestan servicios precarios a cambio de importantes ganancias. La ciudad tiene concesionado el servicio de abastecimiento de agua potable en las villas porteñas mediante camiones aguateros. Las familias, a través de un número telefónico, solicitan la asistencia de agua potable, el GCBA traslada el reclamo a la empresa concesionada y sin ningún tipo de control ni trazabilidad del servicio la gente —en particular las mujeres— esperan sin ninguna previsibilidad de día ni horario que el camión aguatero se presente. Si los fondos públicos destinados durante la última década a gestionar precariamente la emergencia, se hubieran destinado a obras adecuadas debidamente planificadas, habrían resuelto definitivamente el problema en la mayoría de las villas. Según datos oficiales, la población porteña que habita en villas pasó de 107.000 habitantes en 2001 a 300.000 en 2015, y actualmente se estima que alcanza las 400.000 personas, situando a la ciudad de Buenos Aires como una de las pocas capitales del mundo que retrocede los alcances de cobertura de agua potable segura y formal con relación a la población. Pasan los años, se incrementan los gastos y estamos peor.
La llegada de la pandemia Covid-19 amplificó la precariedad y la desigualdad sanitarias. En este contexto, el 7 de abril mujeres referentas de distintos barrios populares porteños acompañadas por diferentes organizaciones sociales, sindicales y universitarias presentaron una acción judicial para que el gobierno porteño garantice el acceso al agua potable para todos los usos en la totalidad de los habitantes de las villas. El 5 de mayo, en una sentencia histórica que operativiza el principio de igualdad en el acceso al agua potable, la Justicia le ordenó al gobierno porteño que garantice 150 litros diarios de agua potable por habitante para asegurar las medidas de higiene que la pandemia exige y que elabore de manera consensuada con las comunidades, protocolos de actuación y planes de contingencia, jerarquizando el ejercicio de la participación democrática de nuestra ciudadanía.
Hace casi dos meses que el gobierno incumple la sentencia judicial sin aportar siquiera una respuesta. Mientras el GCBA solicita más tiempo en tribunales, las amparistas junto a las organizaciones presentaron en la causa judicial un detallado Protocolo de actuación consensuado con cientos de referentxs para efectivizar el cumplimiento de la sentencia y garantizar el agua potable en todos los hogares.
La correlación entre la falta de agua y el aumento de los contagios quedó absolutamente confirmada en el barrio Carlos Mugica, ex villa 31 y 31 bis. El 21 de abril se confirmaba el primer contagio y en paralelo se extendía la falta de agua durante quince días. Como consecuencia, los contagios se multiplicaron exponencialmente, llevando al barrio a ser el principal foco de contagio del país. Paradójicamente, la gestión de Rodríguez Larreta destinó aproximadamente mil millones de pesos para obras de infraestructura en este barrio. Estas obras no fueron conectadas al acueducto que las alimenta. Esto obligó a que durante dos semanas miles de personas tuvieran que peregrinar con baldes por las calles y pasillos en busca de algún camión aguatero. No fue la fatalidad de la pandemia sino la desidia sin fin, la determinante de la muerte evitable de Gladys Argañaraz, Ramona Medina, Víctor Giracoy, Agustín Navarro y tantxs otrxs.
Otra vez, la pandemia nos desafía inexorablemente a repensar el sistema sanitario. Comenzamos con las respuestas dadas por la generación del ’80 a la crisis sanitaria de aquella época. Casi un siglo y medio después, en la ciudad de Buenos Aires la clase gobernante ni siquiera nos plantea discutir obras de infraestructura de envergadura. Al contrario, nos lleva a debatir sobre camiones aguateros y bolsones de agua en sachet, y a discutir quién debe garantizar este derecho humano básico. Queda lejana la posibilidad de pedir debates a la altura del siglo XXI y de la Tercera Revolución Industrial.
Resulta imprescindible adecuar la normativa y los marcos regulatorios que fueron pensados hace décadas y que no solo no dieron respuesta a los problemas de los centros urbanos, sino que son parte del problema.
La dinámica de los entramados urbanos requiere que los marcos normativos y regulatorios sean flexibles y que acompañen la reproducción del hábitat popular en lugar de condicionarlo irracionalmente. Fracasó la imposición de una regulación “técnica” a las comunidades. La verticalidad en una sola dirección no halla espacio para la rediscusión ni para buscar nuevas alternativas ante necesidades insatisfechas. El Tribunal ordenó que el Plan que debe diseñar el gobierno se consensúe con las comunidades. Es correcto. En la pandemia necesitamos más democracia. No la democracia parlamentaria que delega sus poderes en el Ejecutivo, sino la democracia participativa que busca horizontal y abiertamente soluciones comunitarias. La técnica autoritaria falló, necesitamos democratizarla.
Una de las desigualdades urbanas más vetustas es la desigualdad en el acceso al agua potable, que no sólo atenta contra los principios de no discriminación, sino que constituye una de las violencias más invisibilizadas hacia las mujeres limitando su autonomía y afectando su salud y su vida. Así como para eliminar la pobreza debemos discutir la desigualdad, para garantizar el agua potable no debemos discutir la emergencia sino la universalidad y gratuidad del servicio.